Cuando con en el cambio de la luz de la tarde el verano anuncie su fin, el campo se inundará de estos frutos humildes, las moras, que se nos ofrecerán desde los zarzales. Se transformaran del verde al rojo y del rojo al morado oscuro, casi negro. Su sabor también evolucionará: muy ácido cuando sean verdes, menos agrio cuando se tornen rojas, dulces cuando ya se hayan vuelto negras.
Pero sí uno sube en este mes de julio hacia la parte alta del pinar verá los zarzales repletos de flores al lado de los caminos o de los arroyos. Sobre estas flores, anticipo de las moras cuando se apague el verano, verá aparecer una muchedumbre de pequeños seres. Algunos de ellos al volar crearán ese sonido zumbón que inunda el aire, tan característico de muchas tardes de julio. Otros revolotearán con sus bellas alas , yendo de flor en flor, libando el polen, que las flores de los zarzales les ofrecen en esta tarde de estío.
Este espectáculo único de las mariposas multicolores, de las abejas regordetas, de los moscones libando en las flores de los zarzales, nos descubren un mundo nuevo, un mundo paralelo, desconocido en los despachos cansinos, en las pantallas de los ordenadores que nos irradian durante horas, en los automóviles que nos contaminan , en las autopistas atascadas, en los aviones de bajó coste que nos llevan de aquí para allá, nadie sabe que se nos perdió allí. Este otro es un mundo natural, autosuficiente, solo dependiente del polen de las flores del zarzal, de los depredadores, de los ciclos reproductivos, de la cadena alimenticia y en donde la vida continúa por sí misma, independientemente de nuestra mortecina vida en las ciudades.
Este mundo que se nos aparece en la tarde de julio en los zarzales, es un mundo real, un mundo frágil, es una parte del mundo de la vida, tal y como existía hace decenas de miles de años, tan cercano y palpable, pero al mismo tiempo tan distante del nuestro